Me encontré una noche
aullando a la Luna oscura
que desde sus cráteres
me sonreía
con el halo místico
del que viaja
entre diamantes y velos.
Sopló el viento
que arrastró las hojas marchitas
al lecho del río
que fluye mortecino
al final de la estación.
Las gotas cayeron
etéreas desde un cielo
límpido y azul
sin mácula alguna
fluyendo entre las farolas
fundidas.
Se cerraron las flores
con el aleteo del cuervo
que sobrevoló la carroña y el hollín
de las paredes del enésimo bar.
Respiré mientras las estrellas
titilaban y tiritaban
en un cielo de acero,
guiñándome un ojo
como nueva apuesta
por el As de Picas
mientras el rimel caía
por mis mejillas.
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