lunes, 8 de diciembre de 2008

Caracol de Otoño (a título provisional)

I
II
No sabía de dónde salía el fuego que le indicaba la senda, un tortuoso camino de montaña hasta el origen mismo del espíritu dormido de la antigua cultura andina. ¿Sería su sangre mestiza o simplemente la curiosidad de sentirse místicamente ingrávido por la falta de oxígeno en las alturas?
Aún recordaba aquella feria pueril cuando era niño, en la que la gente intercambiaba viveres por víveres y los niños comían huesos de caramelo por la fiesta de Todos los Santos. Aún recordaba como sus ojos de miel, sin corromper por la malicia del mundo, absorbieron tanto como fue capaz de comprender.
El traqueteo del tren estaba revolviendo sus recuerdos más de lo que le gustaría reconocer. Era mejor que su mente descansara y estuviera fresca.Ahora no era el momento de dejarse llevar por sus impulsos románticos de búsqueda de la verdad. Había estado cerca de lo que él creía el camino, pero el tiempo se le había echado encima.
El vuelo hacia España salía en un par de horas, de nuevo aquellas conferencias sobre el comercio justo, la conservación de las costumbres de los pueblos andinos... Huecas palabras que sonaban a dulzona demagogia en los oídos de los occidentales, que miraban con ojos lastimeros las múltiples fotografías de sus viajes, especialmente, aquellas que mostraban los rostros humanos del padecimiento.
Volvió su rostro hacia el paisaje, aquel paisaje arenoso de los desiertos andinos mientras aquel tren de la epóca criolla lo llevaba de vuelta a la civilización con un nuevo cargamento gráfico para atestiguar sus elocuentes conferencias. Revolvió en su equipaje de mano hasta encontrar el billete de avión hasta Madrid, la capital. Desde allí tomaría otro tren hasta una ciudad en Castilla. No importaba su nombre, todas las ciudades eran iguales para él; igual de frías, igual de vacías.
Una mujer le miraba desde el otro lado de la ventanilla mientras el tren se detenía para entrar en la estación. Su piel canela le revolvió aún más los recuerdos, pues, ¿no era aquel el mismo color que el de la piel de su madre, aquella que había dejado en él la herencia del contínuo viaje?
III

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