lunes, 9 de agosto de 2010

Le été, cette saison du folie

Pablo llegó a mi como las gaviotas llegan al puerto al ocaso, en busca de la carroña que los barcos pesqueros dejan en las aguas pastosas y refulgentes. Y como una de esas gaviotas, levantó con su pico todas las capas pútridas que el tiempo había ido depositando en mi alma, a base de rencores, injurias y puñales enquistados por la espalda.

Pablo llegó a mi como la brisa del óceano que azota el rostro curtido del lobo de mar mientras su navío se desvía de su ruta hacia las agrestes rocas en mitad de la tormenta, sin poder esquivarlas, sin más remedio que la resignación al choque inminente.

Pablo llegó a mí como lo hace el camino entre las dunas del desierto flamígero de la soledad y la desesperación hacia el oasis de la redención. Y fue en ese esquivo lugar, en el que todos los recuerdos del tiempo dorado que se acumulaban en mi memoria se diluyeron como los espejismos que la calima había puesto ante mis ojos.

Pablo llegó a mi como la brisa de agosto en la noche, fría, aliviando el tórrido calor de las noches de verano.

Pablo llegó a mí con la misma celeridad que lo hace una ola repentina, con la misma celeridad de la centella en una tormenta.

Pablo llegó a mí y se fue antes de que pudiera remediarlo.