Disipé la niebla después de los recuerdos se agolparan en mi mente pugnando por salir a flote mientras las lágrimas no eran capaces de contenerse. 21 veranos resonaban en mi mente como aquello que no se pudo alcanzar por las cadenas que el destino y la tragedia trababan en los pies de los incautos que intentaban ignorar el auténtico sentido de la senda, que no era más que un penetrante caer y a duras penas volver a levantar.
Las telarañas que mi mente había tejido, demasiado astuta, para ocultar el auténtico dolor detrás de la ocupación permanente, no dejando resquicio para el pensamiento trascendental, se difuminaron como un trozo de grafito sobre el lienzo con el pitido de la conciencia frente al momento clave que tanto se había eludido.
Porque el amor aún rezumaba de tus poros, del que fue el hombre con más suerte y se acercó a la tragedia demasiado, más allá de lo que fue sensato. Porque aún rezumaba de mis poros el amor cuando las mareas arrastraron los restos de la marea.
Tomé el pañuelo de hilo sin entender bien su utilidad aún, sin comprender lo que podía hacer por mí, hasta que lo extendí y con aquel gesto entendí que el mundo se podía abarcar en un cuadrante y condensar las lágrimas en él. Que la tragedia va unida a las olas que, adormecidas, mecen los restos de una vela de cumpleaños medio derretida.
Miré al horizonte y mis ojos se nublaron con todas las estrellas que vieron, incluso, aquellas que no tenían nombre por estar ocultas a la espera del ojo iniciado. Mantuve la vista alzada, con orgullo, desafiando a las escasas luminarias nocturnas hasta que ellas me vencieron con su brillo.
Porque las heridas de la mente a veces son tan graves como las del corazón, de tal modo que no hay forma de sentirse libre aún cuando el tiempo pase y la pena parezca mitigarse. Porque las conexiones que rozan la electricidad no pueden separarse con un punto y final.
Busqué algo dulce después de la partida del último tren, el último barco y el último avión y no quedó nada a lo que aferrarse, ni tan siquiera a una delirante obsesión que fuera capaz de separarme de los pensamientos más aciagos en las noches más oscuras. Pero los cofres del tesoro siempre se esconden debajo de más de una pista, imposibles de seguir cuando la voluntad se quiebra en el intento.
Porque aún se oían los repiques de la resaca en mi mente o porque nunca habían desaparecido de allí, me senté frente al acantilado y dejé por una vez que las piedras que resgurdaban mi alma se levantaran para que las olas rozaran su superficie y dejarme desfallecer en ellas por un instante y así intentar eludir el sonido repetitivo de un cumpleaños feliz sin velas que soplar.
3 comentarios:
jo, eva, q triste =(
(si q lo pillo)
muchas gracias por el comentario!! la verdad es que no estoy pasando el momento más alegre de mi vida, pero bueno, siempre hay una forma de desahogarse
Sin momentos tristes nunca habría felicidad...
Muchos besos ^^
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