
Los humos nocivos
de las noches en vela
de vodka y cerveza
me recuerdan
que todos somos esencia,
esencia marchita
de colirios
y antidepresivos,
de corazones de alquitrán
y hielos de bromuro.
Que los cigarros queman lento
sobre todo en el silencio
y en la noche;
que los peces noctámbulos
nunca bailan más lejos de su pecera,
que tarde o temprano
se acaban frecuentando
las malas compañías
de los garitos de medio pelo
en el que las luces
de un neón casi fabuloso
indican que has llegado
a la meta mística
de toda alma en pena:
El club de los corazones solitarios.
Ese club que tantos frecuentan
y en el que pocos consuelan
sus largas noches
de borrachera.
El mismo club
donde pitonisas y rameras
se debaten en el vacío moral.
El mismo club
al que llegan los barcos naufragados,
las olas, la arena y las ramas
tras la marea.
El club en el que sólo
un corazón fragmentado
puede entrar.
El club donde nunca brillará la luz,
como cuenta pendiente
de la mala vida.
El club de las sombras
y las tinieblas
de callejón oscuro
con olor a orín,
de las retiradas solitarias
y los recuerdos difusos
de las mañanas de resaca.