lunes, 27 de octubre de 2008

Lluvia en la Ciudad

El día se ha ensombrecido repentinamente, sacudido por la lluvia y el viento gélido que arrastra consigo las últimas hojas amarillas de los marchitos árboles de la ciudad. El color se diluye en el blanco y negro de los charcos grasientos sobre el asfalto, mientras un par de chicos corren en el paso de cebra.


El floristero saca un florido carro para ahorrar unos céntimos en riego mientras que el resto de viandantes buscan toldos y balcones para resguardarse de un repentino aguacero, crónica de una nube desmembrada.


Un día marchito que se escapa entre las rejas de mi persiana, ocultas por la luz marchita de un flexo de ahorro de energía. Los libros huelen aún a tinta nueva; ese olor casi visceral a nuevo caro, desorbitado. En ellos, cientos de páginas de explicaciones científicas huecas de sentido alguno.


¿Con la ecuación de Bernuilli se resuelven los conflictos psicológicos?


Nada más lejos de la verdad. La ciencia no puede ofrecer respuestas a los volcanes internos de sentimientos, a las distribuciones de probabilidad de ira de un corazón dolorido o a las áreas integradas en el pensamiento dedicadas a un obsesivo platonismo.
La lluvia ha de ser la única que aclare la visión sobre este asunto, mientras se desliza caprichosa por las alcantarillas hacia los submundos de las cloacas, donde todo tipo de realidad tiene cabida. Un mundo sumergido, ni mejor ni peor, sino diferente, con otras miras y preocupaciones.
Pero, ¿qué estoy diciendo? Palabras huecas, sin duda de nuevo, como las de una anticuada comedia del Arte vista desde el segundo anfiteatro de un local de tercera. Pude haberte retenido, pero sin duda, preferí dejarte ser lluvía que se escapa entre los dedos, por las canalizaciones. Permití que fueras lluvia, lágrimas del cosmos regaladas a la sedienta tierra. La culpa, una vez más, vuelve a ser mía.
Quizá lo mejor es que definitivamente te deje marchar, soltar esta venda de platonismo de mis ojos y dejarte ir, como la lluvia por la alcantarilla después de mojar los huesos de una muñeca rota, abandonada sobre la acera de una remota ciudad donde todas sombras esconden titeres.
La lluvia sigue cayendo sobre las calles marchitas de la ciudad, alumbradas prematuramente con la luz naranja de las farolas. Es mejor así, caminar anónima bajo mi paraguas, sin el remordimiento de pensar que es mejor dejar las cosas fluír, como la lluvia sobre esta ciudad.

3 comentarios:

Juan dijo...

Que tristona te pones a veces...

E.A.V. dijo...

No, tristona no, melancólica, que es mucho más... poéticamente bohemio, jajajajaj!!!

Nerea Ferrez dijo...

te cojo la foto, que me gusta
besos