No sé cuándo empecé a quererte. No sé cuándo empecé a pensar en ti a todas horas. Me es imposible saber en qué momento dejaste de ser un hermoso espejismo ante mis escépticos ojos para convertirte en lo que eres ahora.
No sé si me dejé llevar por una promesa absurda que nos formulamos, coincidiremos casi por completo. No sé si todo me pareció mejor de lo que fue por la mágica luz de un atardecer alérgico que entraba por los miles de cristales a nuestro alrededor, frágiles, como las almas perdidas.
Entonces me fue imposible separar la objetividad que pedía mi mente de lo que el corazón me decía. Todo el mundo tiene puntos flacos. Los míos son las luxaciones.
Pero dime, ¿qué pasará ahora? Los dos decidimos seguir nuestros caminos. La inercia no nos deja parar de rodar en nuestra ruleta particular. Apuesto todo al As de Picas, después de ver que la bola paró en la Reina de Corazones.
Subido en la cresta de la ola, comenzó el descenso, quizá hasta el último averno, quizá hasta el más alto cielo. No soy mujer de misticismos. Antiguos corazones descompasados por antiguas rencillas, pasadas o no. Perdonar no significa olvidar. Una vez más sentí como caía en el camino después de tropezar en la misma piedra por enésima vez.
El terciopelo rojo de una excéntrica mesa de billar me devolvió a las noches de magia alcohólica, acompañada en la soledad del repiqueteo de los hielos sobre el cristal. Palmo a palmo sentí piel erizada al contacto de mis dedos, demasiado fríos para el verano.
Mi tren, el de la memoria y la consciencia, paró de nuevo en la más recóndita estación, trayendo consigo el olor de los árboles inmortales e intemporales de una bucólica caseta en Centroeuropa. El oro de algún pícaro dios apareció ante mis ojos, inalcanzable como el tesoro mejor guardado de la historia de la Humanidad.
Pero dime, ¿qué ha pasado en todo este tiempo? Las ruedas del destino a duras penas frenan su impulso natural. Tú siempre fuiste más de ruletas rusas.
Cada mañana, una escala en un aeropuerto alejado mil kilómetros del anterior, hasta un trágico accidente que te hizo cambiar por el transporte marítimo. Recorriste el mundo tres veces en ochenta días; cada milla lejos de aquí te acercabas un milímetro más. Caminaste en dirección contraria huyendo de lo que estaba en tu interior.
Nuevos labios, nuevas pestañas y nuevos ojos cayendo. ¿No es lo mismo en todos los casos? Sin embargo una vez más piensas en aquello que pudo ser el cambio, echando un pulso entre la cabeza y el corazón, a miles de kilómetros del ritmo disonante de un acorde perdido.
Pero, no calles, dime, ¿qué pasa ahora? Los caminos que se bifurcan siempre vuelven a unirse, es la fuerza cósmica de la casualidad.
Como siempre, el papel lo cubre todo, garabateado con símbolos que a duras penas algún difunto sabio sería capaz de descifrar. Lejos en mi mente, cerca en lo que cada día parece más un corazón, sintiendo que cada una de las elecciones hechas fueron un error y que sin embargo, ya no hay forma posible de cambiarlas. La vida es un camino sin retorno; las pisadas no se pueden borrar.
Y ahora sólo me pregunto ¿podría haber cambiado algo si no hubiera soñado en vano? La luna se estremece bajo mis dedos, que la anhelan rozar, catapultada, una vez más, a sus cráteres.
No quiero parar, o al menos, no quiero tener que llorar por hacerlo. Una vez más jugamos a una desigual ruleta rusa. Sólo quedan dos recámaras. ¿En cuál estará el tiro? Lo más seguro es que sea la mía. Pase lo que pase, soy la destinada a perder.
Pero dime, ¿por qué comenzamos un juego al que no sabíamos jugar? Seguíamos la inercia que el tiempo y nuestro rol nos había proporcionado. Pagaremos las apuestas perdidas de nuestra mala vida, volveremos a dejar que el sol marque la hora de acostar, por separado, como no. A fin de cuentas, esta quimera era un bien ganancial, no se podía esperar nada más. Bailemos el último vals sobre la Vía Láctea antes de decirnos adiós.
Eso es en lo que te has convertido ahora, mientras se apaga la melodía, en un simple impreso oficial, en una página más del terrible diario de Barba Azul, en un espejismo con columna vertebral que dolía más que una raspa en la garganta.
No sé si me dejé llevar por una promesa absurda que nos formulamos, coincidiremos casi por completo. No sé si todo me pareció mejor de lo que fue por la mágica luz de un atardecer alérgico que entraba por los miles de cristales a nuestro alrededor, frágiles, como las almas perdidas.
Entonces me fue imposible separar la objetividad que pedía mi mente de lo que el corazón me decía. Todo el mundo tiene puntos flacos. Los míos son las luxaciones.
Pero dime, ¿qué pasará ahora? Los dos decidimos seguir nuestros caminos. La inercia no nos deja parar de rodar en nuestra ruleta particular. Apuesto todo al As de Picas, después de ver que la bola paró en la Reina de Corazones.
Subido en la cresta de la ola, comenzó el descenso, quizá hasta el último averno, quizá hasta el más alto cielo. No soy mujer de misticismos. Antiguos corazones descompasados por antiguas rencillas, pasadas o no. Perdonar no significa olvidar. Una vez más sentí como caía en el camino después de tropezar en la misma piedra por enésima vez.
El terciopelo rojo de una excéntrica mesa de billar me devolvió a las noches de magia alcohólica, acompañada en la soledad del repiqueteo de los hielos sobre el cristal. Palmo a palmo sentí piel erizada al contacto de mis dedos, demasiado fríos para el verano.
Mi tren, el de la memoria y la consciencia, paró de nuevo en la más recóndita estación, trayendo consigo el olor de los árboles inmortales e intemporales de una bucólica caseta en Centroeuropa. El oro de algún pícaro dios apareció ante mis ojos, inalcanzable como el tesoro mejor guardado de la historia de la Humanidad.
Pero dime, ¿qué ha pasado en todo este tiempo? Las ruedas del destino a duras penas frenan su impulso natural. Tú siempre fuiste más de ruletas rusas.
Cada mañana, una escala en un aeropuerto alejado mil kilómetros del anterior, hasta un trágico accidente que te hizo cambiar por el transporte marítimo. Recorriste el mundo tres veces en ochenta días; cada milla lejos de aquí te acercabas un milímetro más. Caminaste en dirección contraria huyendo de lo que estaba en tu interior.
Nuevos labios, nuevas pestañas y nuevos ojos cayendo. ¿No es lo mismo en todos los casos? Sin embargo una vez más piensas en aquello que pudo ser el cambio, echando un pulso entre la cabeza y el corazón, a miles de kilómetros del ritmo disonante de un acorde perdido.
Pero, no calles, dime, ¿qué pasa ahora? Los caminos que se bifurcan siempre vuelven a unirse, es la fuerza cósmica de la casualidad.
Como siempre, el papel lo cubre todo, garabateado con símbolos que a duras penas algún difunto sabio sería capaz de descifrar. Lejos en mi mente, cerca en lo que cada día parece más un corazón, sintiendo que cada una de las elecciones hechas fueron un error y que sin embargo, ya no hay forma posible de cambiarlas. La vida es un camino sin retorno; las pisadas no se pueden borrar.
Y ahora sólo me pregunto ¿podría haber cambiado algo si no hubiera soñado en vano? La luna se estremece bajo mis dedos, que la anhelan rozar, catapultada, una vez más, a sus cráteres.
No quiero parar, o al menos, no quiero tener que llorar por hacerlo. Una vez más jugamos a una desigual ruleta rusa. Sólo quedan dos recámaras. ¿En cuál estará el tiro? Lo más seguro es que sea la mía. Pase lo que pase, soy la destinada a perder.
Pero dime, ¿por qué comenzamos un juego al que no sabíamos jugar? Seguíamos la inercia que el tiempo y nuestro rol nos había proporcionado. Pagaremos las apuestas perdidas de nuestra mala vida, volveremos a dejar que el sol marque la hora de acostar, por separado, como no. A fin de cuentas, esta quimera era un bien ganancial, no se podía esperar nada más. Bailemos el último vals sobre la Vía Láctea antes de decirnos adiós.
Eso es en lo que te has convertido ahora, mientras se apaga la melodía, en un simple impreso oficial, en una página más del terrible diario de Barba Azul, en un espejismo con columna vertebral que dolía más que una raspa en la garganta.
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